La derrota del estado mexicano ante la violencia desmedida desatada en los últimos años en nuestro país ha tomado carta de naturalización, sobre todo cuando vemos que lo único que hacen las autoridades es llevar la cuenta de cuántos muertos hay día a día en las plazas más disputadas como Ciudad Juárez, Guadalajara y otras ciudades azotadas por la violencia sin fin.
La incapacidad del gobierno es el reflejo de su claudicación ante la avalancha de delitos, por lo que ha optado por retirarse en la práctica de su labor fundamental que es la de dar seguridad a sus ciudadanos.
El recuento de los muertos con la única explicación de que se trata de delincuentes no es lo que una sociedad civilizada espera de quienes son los encargados de mantener el sistema de justicia en el país. No por ser delincuentes está bien que sean asesinados, y la política de exterminio nunca ha sido la solución para problemas sociales.
Un duelo de pistoleros y la utilización irrestricta de la fuerza letal no pueden ni deben ser asumidas como políticas de estado, a menos que se trate de un estado en franco proceso de descomposición, al que lo más precioso de los seres humanos que es la vida le resulta fútil, como parece ser el mexicano.
La barbarie de la matanza irrestricta, atizada por una lógica maniquea en la que los buenos pueden matar a los malos, porque son los buenos y los malos pueden ser asesinados porque son los malos no es, no puede ser, una justificación para los miles de muertos y desaparecidos, mucho menos desde la óptica de un estado civilizado.
Hacer de la defensa de los derechos humanos un estigma para supuestamente favorecer a los delincuentes, únicamente coadyuva a la violencia irrefrenable en contra de los presuntos infractores de la ley, haciendo olvidar a la sociedad que el deber del estado es vigilar el cumplimiento de la ley y no la venganza colectiva. Irremediablemente cuando un estado empieza a matar supuestos culpables termina matando a muchos inocentes.
miércoles, 20 de abril de 2011
Suscribirse a:
Entradas (Atom)